martes, 3 de julio de 2012

SEGUNDA PARTE: La flauta tradicional canaria


2.LA FLAUTA TRADICIONAL CANARIA
El objeto principal de este trabajo es el estudio de flautas tradicionales canarias. El estudio de estos aerófonos y su papel dentro de la cultura tradicional nos ha interesado por su influencia en determinados contextos, las diferentes formas de tocarlas en las distintas islas, el proceso de fabricación, sus posibilidades didácticas y su relación con bailes tradicionales y también con el mundo pastoril, según los casos. Lo que aquí se presenta constituye solamente un primer acercamiento, ya que sólo hemos dispuesto de un año para abarcar un tema tan extenso. Nuestra intención es seguir indagando en el tema, así como en la relación de este tipo de flautas tradicionales y el contexto que las rodea con otras poblaciones.
Se han recogido flautas en la isla de Gran Canaria, Tenerife, El Hierro y La Palma, así como testimonio de la flauta de La Gomera; no se han tenido en cuenta otros aerófonos como los bucios o caracolas, el pito de agua de Lanzarote u otros aerófonos libres de la familia de los oboes y clarinetes de hoja.
En cuanto a su origen, en las Islas Canarias, los hallazgos de restos paleontológicos y/o arqueológicos que se asemejen a instrumentos musicales son poco numerosos. La arqueología no ha obtenido en los yacimientos antiguos y lugares de enterramiento pruebas sobre la construcción de flautas. Sin embargo, no debe descartarse la posibilidad de que existieran, teniendo en cuenta la fungibilidad del material con el que suelen construirse.
Desde muy antiguo se ha dado en Canarias la combinación de diferentes tipos de modelos de flautas con diversas formas de tambor. En lo que se refiere a las flautas de caña o de madera, se han utilizado en La Gomera, La Palma, Gran Canaria y Tenerife.
Hernández de Viana (1991) es el texto al que se recurre generalmente para tratar los instrumentos musicales existentes entre los habitantes prehispánicos. Este autor nombra –en 1604- la presencia de la flauta de caña en el archipiélago entre este instrumentario:

    “resuena el tono acorde de la música, los instrumentos son dos calabazas secas y algunas piedrecitas dentro, con que tocaban dulce son canario, un tamborín de drago muy pequeño, una flauta de rubia y hueca caña, y cuatro gaitas de los verdes tallos y ñudosos canutos de cebada, y con la boca un extremado músico hacía un ronco son algo entonado; […]” (Hernández de Viana, 1991: 184-185)

         También Viera y Clavijo comentaba en 1785 la existencia de este instrumento entre la población prehispánica:

“Acompañábanse en el baile con tamborcillos y flautas de caña; pero cuando carecían de estos instrumentos agrestes, formaban con manos y boca unas sinfonías o sonatas muy a compás […]”

Sin embargo, en opinión de Siemens (1969), los instrumentos citados por Hernández de Viana son producto de un “fenómeno de aculturación en el que la participación aborigen parece de menor cuantía que la hispana”. Afirma, asimismo, que:

“Las crónicas e historias de la conquista de las islas atribuyen a los aborígenes un instrumentario muy pobre. Sólo Viana habla de flautas de caña, tamboriles y gaitas de canutos con embocadura de tallo de cebada (sin duda de tipo de lengüeta simple) y declara que desconocían los instrumentos de cuerda. Esta información que siguen Núñez de la Peña y otros, hay que desecharla por completo, dado que se refiere a un instrumentario rural de la segunda mitad del siglo XVI, cuyos elementos son producto de un fenómeno de aculturación, en el que predomina la aportación de origen hispánico.” (Siemens, 1977a: 349)

Además, al hablar de los instrumentos de sonido entre los habitantes prehistóricos de las Islas Canarias, Siemens (1969) sostiene que en Canarias no se han encontrado restos prehispánicos de aerófonos de tubo.
              
 “Los utensilios trabajados en hueso, hasta ahora publicados, nada nos aportan en tal sentido. La poca preponderancia (o tal vez ausencia) incluso de los más simples silbatos hechos con huesos o caracoles marinos, no nos deben sorprender si tenemos en cuenta la costumbre de los nativos, tan extendida en varias Islas, según se comprueba por las noticias de los cronistas, de emitir frecuentemente silbidos a manera de señales, para lo cual mostraban sorprendente facilidad. La lengua silbada de la Gomera no ha de considerarse como caso aislado, sino tal vez como fenómeno del que existieron restos en otras islas, especialmente en Tenerife y Gran Canaria”. (Siemens, 1969: 363)


No obstante, Lorenzo, Hernández y Hernández (1995) plantean que las noticias aportadas por Hernández de Viana y Viera y Clavijo podrían ser válidas:

“[…] la ausencia de flauta en los yacimientos antiguos podría estar relacionada con la notoria fungibilidad de los materiales empleados en su construcción. Y en cuanto a su no aparición en los lugares de enterramiento, puede deberse, tal como acaece en la actualidad, al hecho de que los instrumentos musicales se transmiten de padres a hijos hasta que dejan de utilizarse.” (Lorenzo, Hernández y Hernández, 1995:88)

En relación a la aparición iconográfica de la flauta, el primer dibujo que recoge este instrumento se incluye en el libro de de Juan Cano y Holmedilla sobre los trajes de España, realizado por Juan de la Cruz en 1788, en le cual se ve un herreño vestido con montera, chaleco, polainas y majos, llevando una pequeña flauta en sus manos. No obstante, en esa época era frecuente que los dibujantes realizaran un boceto y después lo completaran en casa con detalles que recordaban de memoria, así que no se puede aseverar tajantemente la veracidad de la indumentaria ni su colorido.
Existe otra lámina con el mismo personaje, que figura como Canario de la Isla de El Hierro; la indumentaria no se puede certificar con seguridad, pero sí se puede afirmar que la presencia de una flauta en la mano del personaje indica que en las fechas del dibujo en El Hierro o en Canarias el instrumento formaba parte de la música tradicional. De todas formas, el análisis de la indumentaria induce a pensar, de acuerdo con Rodríguez (2008), que el personaje se corresponde con un palmero.
En el siglo XIX, Alfred Diston, afincado en Tenerife, miembro de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, inspector del Jardín Botánico del Puerto de la Cruz y académico de la academia provincial de Bellas Artes de Tenerife, plasmó en álbumes manuscritos unas láminas en una de las cuales, fechada en 1818 y presente en la Universidad estatal libre de Berlín bajo el título de Herreño bailando, escribió: “Aquí aparece un joven nativo de El Hierro con su mejor vestimenta, tocando una tosca pandereta, a cuyo sonido existe una gran afición, y el cual va acompañado de una flauta capaz de producir 4 ó 5 sonidos solamente”.
Por otra parte, en relación al uso de las flautas para los bailes en el archipiélago canario existen varios ejemplos. En la isla de La Gomera, Juan de Castro[1] habla de la flauta y el tamboril en 1856: “también usan el tamboril y la flauta como aquellos moros, al son de este baylan acompañados de chacaras y por lo general reunidos en pandillas suelen cantar con tambor unas coplas (o pasajes) entonados por uno solo y repetidas las dos últimas sílabas por todos”.
Sobre la misma fecha encontramos el relato del antropólogo francés René Verneau, incluido en su obra Cinco años en las islas Canarias, publicada en 1891, en la que menciona el uso de la flauta entre los pastores de Gran Canaria:
“[…] Sin embargo, se encuentran verdaderos músicos, sobre todo entre los pastores. Su instrumento favorito consiste en una simple flauta de caña, de la que sacan notas que nos e esperarían. Me acuerdo de un concierto que me fue dado poco tiempo antes de mi marcha y que me permitió hacerme idea de sus disposiciones musicales.
[…] Sabía que yo tenía cierta predisposición por la música y me trajo los más famosos tocadores de flauta de Telde. Durante varias horas ejecutaron aires de su repertorio […]. Por supuesto estos pastores eran verdaderos artistas y les bastaba escuchar una vez un aire cualquiera para poder ejecutarlo inmediatamente, observando los más pequeños matices.” (Verneau, 1981:195-196)

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